viernes, 14 de diciembre de 2012

El Joven de cordel



                                                                       

 

                                                  EL JOVEN DE CORDEL

Que  narra la historia de un joven porteador que provisto de un capazo se ofrecía a llevar  las compras que la gente hacía en el mercado a cambio de dinero.
     El joven llegó a la casa acompañando a las dos señoras, dejó  el  capazo en el suelo y viendo esto la dueña  le hizo un ademán con su mano para que lo llevase a la cocina. El joven asintió sumiso, se fue hacia ella y una vez dentro puso el pesado saco sobre una enorme mesa que ocupaba el centro de la habitación. Luego regresó a la sala y esperó de pié a que la señora le recompensara con el dinero que se había ganado. Esperó un rato y luego otro y varios más, mientras la dueña de la casa no paraba de hablar con su amiga sobre lo que habían visto y oído en el mercado. Y todo para desconsuelo del joven quien no obstante, para calmar su impaciencia, pensaba de esta manera: “Si interrumpo pidiéndole el dinero, la señora se enfadaría por mi  insolencia y no volvería a llamarme para llevarle los sacos y no podría llevar dinero a mi casa, así que lo mejor es seguir esperando”.
             Al fin dejaron de hablar y la señora de dirigió a él diciéndole:  “No tengo aquí monedas para darte, joven mozo, pero ve a la cocina y coge una hogaza de pan, un trozo de carne y otro trozo de tocino como recompensa por los servicios. El muchacho, al oir esto se puso loco de contento pues se le había abierto el hambre de tanto esperar y se fue la cocina donde revolvió por los arcones, armarios y despensas que bordeaban la estancia en busca de su preciada comida. Primero encontró el pan, luego la carne del que se cogió un trozo y luego el tocino del que cogió otro trozo, teniendo mucho cuidado de no coger más de lo prometido. Pero al salir de la despensa  con todo cargado entre los brazos  se encontró cara a cara con lo que parecía el mayordomo mayor de la casa, el cual extrañado al ver a un joven desarrapado cargado de comida entre sus brazos, creyó ver en él a un ladrón y empezó a propinarle bofetadas y patadas. En esto que el joven, tras soltar la comida, se defendió dándole un puñetazo que le hizo caer al suelo, más bien por el estado entrado en años del mayordomo  que por la fuerza del joven que, aún teniéndola y mucha, sólo trató de zafarse de la multitud de golpes que recibía.
         Tal fue el ruido que se oyó que no tardaron las dos señoras en aparecer en la cocina viendo la extraña escena: el joven de pié con la cara desencajada, el mayordomo  de rodillas tratándose de levantar y  la comida esparcida y pisoteada por el suelo. El muchacho, asustado, no supo que decir ni que hacer y fue el mayordomo el que una vez incorporado habló así: “Mi señora, he pillado a este joven robando comida en vuestras despensas y he tratado de contenerlo, mas el muy granuja me ha dado tal guantazo que he caído rodando por el suelo”.  Y oyendo esto el joven, se atrevió entonces a intervenir: “Mi señora, sólo cogía lo que usted me había dicho que cogiera, ni un trozo más y ni un trozo menos”. A lo que la señora, con muy buen criterio, respondió: “Bien, veamos si dices la verdad, qué comida te llevabas y cuanta”. Reunió entonces los trozos esparcidos por el suelo y comprobó que eran lo mismo que momentos antes le había prometido.
         “Si, ésta es exactamente la comida que dije que te llevaras ”, y  volviéndose hacia su mayordomo le dijo: “Agradezco  vuestra defensa de los bienes de esta casa, mayordomo mayor,  pero debíais haber preguntado antes de golpear a este muchacho, pues yo misma le he dicho que cogiera de esta comida que aquí veis, como pago por el servicio que me ha hecho como joven de cordel.  “Y a ti joven, del que no conozco tu nombre, y puesto que me has dado muestras de paciencia, honradez y valentía te nombro a partir de ahora sirviente de mercado y te harás cargo de adquirir todo el avituallamiento que esta casa necesite ”. Y ante esto, el joven, un tanto sorprendido por el giro que había tomado los acontecimientos,  contestó: “Mi señora, mi nombre es  Honrado, y cumpliendo con los deseos de mis padres al hacerme llamar así, sabré hacer buen uso de éste por el tiempo que usted disponga y cumpliré agradecido con el  trabajo que me encomienda”.
Sin más, la señora se despidió de ambos, el mayordomo hizo lo mismo, no sin antes refunfuñar,  y el joven volvió a su casa saltando de alegría por la buena suerte que ese día había tenido.

Escrito por Jerónimo Pacheco Galván
        

lunes, 19 de noviembre de 2012

El marido codicioso

Hace ya mucho tiempo, cuando a Sevilla llegaban los barcos cargados de oro procedentes de las Indias  arribó un dia al puerto una enorme nave tan ricamente engalanada que entre las gentes de la ciudad se corrió la voz  de que traía grandes tesoros, pues incluso había sido escoltada  por dos galeones equipados con diez cañones por banda cada uno. La nave atracó en el malecón muy de mañana y pero durante el resto del día  nada se movió a su alrededor como no fueran los guardias fuertemente armados que la vigilaban y que no permitieron que nadie, ni siquiera la tripulación, saliese o entrase de la nave. Sólo pudo hacerlo un caballero ataviado con un discreto traje negro del que colgaba la insignia de oficial de la Justicia, acompañado de dos de sus guardias.
Al día siguiente, volvió el ajetreo normal al barco con las idas y venidas de los porteadores que bajaban la carga del barco amontonándola en tierra. Uno de ellos era un mozo alto y fuerte, que debía llevar ya un tiempo en esos trajines a la vista de la destreza con que manejaba los bultos y que con la tarea casi terminada, y contento porque sólo quedaba un saco en la cubierta del barco, se dispuso a cargárselo alegremente al hombro como había hecho con los demás. Pero en ese mismo momento, una mujer muy bien vestida y con un gran sombrero de alas llegó corriendo gritándole desde  el malecón :
 “Tenga cuidado mozo, que el saco lleva cosas muy valiosas”.
El joven miró otra vez el petate y esta vez advirtió lo que parecía la hoja de un puñal manchado de sangre que  había rasgado la tela y sobresalía del saco. Se sorprendió de verlo, pero ansioso como estaba de terminar cuanto antes el trabajo y poder ir a su casa volvió a intentar levantarlo. Pero viendo que el saco le resultaba muy pesado y apenas podía levantarlo unos milímetros del suelo, le dijo a la dama:
“Señora este saco pesa mucho y apenas puedo levantarlo, ¿Que lleva dentro?”.
“Mi marido” – dijo la señora.
“¿Su marido?” -  exclamó el joven  con ojos de espanto.
“Si, pero no se preocupe, está muerto”.
" ¿Muerto? " – contestó el mozo aún más asustado.
El joven se armó de valor y cogiendo el saco por la punta arrastró los restos del difunto por la rampa hasta tierra firme. Una vez abajo preguntó a la dama que por qué estaba su marido muerto dentro del saco, a lo que la señora, estando obligada a dar una explicación  por lo insólito del caso, le contó lo que había sucedido:
    “Mi marido, que traía desde las Indias algunas joyas de oro, se tragó algunas de ellas un día antes de llegar para no declararlas en la aduana, por los muchos impuestos que ésta exigía. Debió de tragarse muchas porque su estómago no aguantó la extraña comida y le obligó a vomitarla toda, con tan mala fortuna que una de las joyas se le quedó atascada en la garganta impidiéndole respirar. Un marinero que andaba cerca de allí, viendo los estertores de muerte del pasajero trató de sacársela metiéndole la mano en la boca pero como vió que con esto no se desatascaba, le hizo un pequeño corte con su puñal debajo de la garganta, y como no tenía muchas prácticas en estos asuntos médicos, empezó a salir tanta sangre que el pobre pasajero murió ahogado en sus propios fluidos y el marinero huyendo del lugar como alma que lleva el diablo”.
 “Poco después se descubrió el cadáver y el capitán mandó meterlo en un saco con todo lo encontrado a su lado, y por esa razón, joven, mi marido está metido dentro de él”.
El mozo, que estuvo muy atento a la historia, no quedó satisfecho del todo con la explicación y le preguntó a la dama por el paradero del marinero que con tanta bondad  había tratado de salvar a su marido, y ésta prosiguió la historia:
  “ Viendo el capitán, que había un pasajero muerto con la garganta cortada y un puñal cerca de él, supuso que había sido obra de un ladrón y mandó averiguar quien era el dueño del arma. No tardaron mucho en dar con el bondadoso marinero, quien contó la verdad de lo ocurrido y que había huido del lugar por miedo a que le acusaran de su muerte".
" No sabiendo que hacer y ante tan extraño caso el capitán decidió meter el cadáver y todo lo encontrado  en una saco a la espera de la llegada de las autoridades de la Justicia, quienes, como usted sabe, subieron en el día de ayer. Pasaron varias horas interrogando al marinero,  pasadas las cuales concluyeron que éste tenía razón en todo lo dicho puesto que una de las joyas aún permanecía anclada en la garganta, y que esto debió ser la causa que desencadenó la muerte”. "Al marinero lo soltaron y volvieron a meter a mi marido dentro, junto con todo lo encontrado, para que me lo pudiera llevar a enterrarlo, no sin antes pagar la aduana y los costes de la justicia".

El mozo, una vez oída toda la historia, quedó más tranquilo, se despidió de la señora y se encaminó a su casa pensando en que desde las Indias no solo se traían tesoros sino también grandes pecados como era el de la codicia del pobre marido.

Escrito por Jerónimo Pacheco Galván

viernes, 16 de noviembre de 2012

La niña 

Había una vez una niña muy caprichosa, que harta de que no le dieran todo lo que ella pedía, decidió marcharse de su casa para  satisfacer sus deseos. Se llevó con ella todo el dinero que  guardaba y que eran 7 monedas.
Nada más salir de su casa se dirigió a la tienda a comprarse aquel vestido tan bonito del escaparate que su madre se lo había negado una y otra vez diciéndole que ya tenía muchos. Entró y le explicó al dependiente su deseo, pero éste, al ver lo pequeña que era la niña, pues no pasaba de los 10 años, y que no eran suficientes con las 7 monedas que traía, le aconsejó que regresara a su casa a por más dinero. La niña salió disgustada de la tienda, pero como estaba decidida a cumplir sus deseos, no tardó en pensar en el siguiente: ir a ver la película de la que tanto hablaban sus amigas y que su madre no quiso que la viera. Se puso en la cola de la taquilla y al llegar al final, la señora del otro lado del cristal le dijo que esa película no la podía ver los niños, por lo que no pudo entrar y salió una vez más refunfuñando. Entonces, pensó en un deseo que seguro, seguro, podía conseguir: comprar golosinas. Con todo ese dinero se llenaría los bolsillos de golosinas y estaría todo el día comiéndoselas.
En esto que cuando iba por la calle en dirección a la dulcería, vio salir a un anciano de un callejón que con la mano extendida le pedía dinero. Lo miró. Era la viva imagen de su abuelo, solo que más sucio y desarrapado. Se acordó entonces de su familia y de lo lejos que estaba de su casa y le dio una de las 7 monedas que llevaba.

"Gracias buena niña" -le dijo el anciano.
"Con esto podré comprar comida para hoy".

La niña, observando la cara de satisfacción del anciano optó por darle otras 5 monedas para que comiese otros 5 días, quedándose solo con una para comprar golosinas. Y así lo hizo.

Al regresar a su casa se fue directa al salón donde estaba la gran foto de la familia. Efectivamente, el anciano al que le había dado las monedas era la viva imagen de su abuelo.

Buscó a su madre y la encontró en la cocina. Allí le pregunto:

"Mamá, ¿donde vive el abuelo?".
"No lo sabemos" -dijo la madre. "Hace tiempo que no sabemos nada de el",  ¿por qué lo preguntas?.

La niña no contestó, se quedó pensativa y poco después se fue a su habitación.

Escrito por Jerónimo Pacheco Galván 

miércoles, 14 de noviembre de 2012


El otoño

Ahora que llega el otoño
cuando las hojas se tiñen de blanco
y los frutos maduran
lejos ya de la primavera inconsciente, vigorosa, sin límites
ahora que los pájaros se han ido y las cigarras se apagan.
Ahora, es el momento en el que el Sol aparece más brillante que nunca
entre las nubes amenazadoras
iluminándolo todo con nuevos colores
y llenando los campos de calidez y sabiduría.

Escrito por Jerónimo Pacheco Galván