EL JOVEN DE CORDEL
Que narra la historia de un joven porteador que provisto de un capazo se ofrecía a llevar las compras que la gente hacía en el mercado a cambio de dinero.
El joven llegó a la casa acompañando a las dos señoras, dejó el capazo en el suelo y viendo esto la dueña le hizo un ademán con su mano para que lo llevase a la cocina. El joven asintió sumiso, se fue hacia ella y una vez dentro puso el pesado saco sobre una enorme mesa que ocupaba el centro de la habitación. Luego regresó a la sala y esperó de pié a que la señora le recompensara con
el dinero que se había ganado. Esperó un rato y luego otro y varios más,
mientras la dueña de la casa no paraba de hablar con su amiga sobre lo que habían visto y oído en el mercado. Y todo para desconsuelo del
joven quien no obstante, para calmar su impaciencia, pensaba de esta manera: “Si
interrumpo pidiéndole el dinero, la señora se enfadaría por mi insolencia y no volvería a llamarme para
llevarle los sacos y no podría llevar dinero a mi casa, así que lo mejor es
seguir esperando”.
Al fin dejaron de hablar y la
señora de dirigió a él diciéndole: “No
tengo aquí monedas para darte, joven mozo, pero ve a la cocina y coge una hogaza de pan, un
trozo de carne y otro trozo de tocino como recompensa por los servicios. El muchacho, al oir esto se puso loco de contento pues se le había abierto el hambre de tanto
esperar y se fue la cocina donde revolvió por los arcones, armarios y
despensas que bordeaban la estancia en busca de su preciada comida.
Primero encontró el pan, luego la carne del que se cogió un trozo y luego el
tocino del que cogió otro trozo, teniendo mucho cuidado de no coger más de lo
prometido. Pero al salir de la despensa con
todo cargado entre los brazos se
encontró cara a cara con lo que parecía el mayordomo mayor de la casa, el cual extrañado al
ver a un joven desarrapado cargado de comida entre sus brazos, creyó ver en él
a un ladrón y empezó a propinarle bofetadas y patadas. En esto que el joven, tras
soltar la comida, se defendió dándole un puñetazo que le hizo caer al suelo, más bien por el estado
entrado en años del mayordomo que por la
fuerza del joven que, aún teniéndola y mucha, sólo trató de zafarse de la
multitud de golpes que recibía.
Tal fue el ruido que se oyó que
no tardaron las dos señoras en aparecer en la cocina viendo la extraña escena:
el joven de pié con la cara desencajada, el mayordomo de rodillas tratándose de levantar y la comida esparcida y pisoteada por el suelo.
El muchacho, asustado, no supo que decir ni que hacer y fue el mayordomo el que
una vez incorporado habló así: “Mi
señora, he pillado a este joven robando comida en vuestras despensas y he
tratado de contenerlo, mas el muy granuja me ha dado tal guantazo que he caído rodando
por el suelo”. Y oyendo esto el joven, se
atrevió entonces a intervenir: “Mi señora, sólo cogía lo que usted me había
dicho que cogiera, ni un trozo más y ni un trozo menos”. A lo que la señora,
con muy buen criterio, respondió: “Bien, veamos si dices la verdad, qué comida
te llevabas y cuanta”. Reunió entonces los trozos esparcidos por el suelo y
comprobó que eran lo mismo que momentos antes le había prometido.
“Si, ésta es exactamente la
comida que dije que te llevaras ”, y
volviéndose hacia su mayordomo le dijo: “Agradezco vuestra defensa de los bienes de esta casa,
mayordomo mayor, pero debíais haber
preguntado antes de golpear a este muchacho, pues yo misma le he dicho que
cogiera de esta comida que aquí veis, como pago por el servicio que me ha hecho
como joven de cordel. “Y a ti joven, del
que no conozco tu nombre, y puesto que me has dado muestras de paciencia, honradez
y valentía te nombro a partir de ahora sirviente de mercado y te harás cargo de
adquirir todo el avituallamiento que esta casa necesite ”. Y ante esto, el joven,
un tanto sorprendido por el giro que había tomado los acontecimientos, contestó: “Mi señora, mi nombre es Honrado, y cumpliendo con los deseos de mis
padres al hacerme llamar así, sabré hacer buen uso de éste por el tiempo que
usted disponga y cumpliré agradecido con el trabajo que me encomienda”.
Sin más, la señora se despidió de
ambos, el mayordomo hizo lo mismo, no sin antes refunfuñar, y el joven volvió a su casa saltando de
alegría por la buena suerte que ese día había tenido.
Escrito por Jerónimo Pacheco Galván
Escrito por Jerónimo Pacheco Galván
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