El marido codicioso
Hace ya mucho tiempo, cuando a Sevilla llegaban los barcos cargados de oro procedentes de las Indias arribó un dia al puerto una
enorme nave tan ricamente engalanada que entre las gentes de la ciudad se corrió la voz de que traía grandes tesoros, pues incluso había sido escoltada por dos galeones equipados con diez cañones
por banda cada uno. La nave atracó en el malecón muy de mañana y pero durante el resto del día nada se movió a su alrededor como no fueran los guardias fuertemente armados
que la vigilaban y que no permitieron que nadie, ni siquiera la tripulación, saliese o entrase de la nave. Sólo pudo hacerlo un caballero ataviado con un discreto traje negro del que colgaba la insignia de
oficial de la Justicia, acompañado de dos de sus guardias.
Al día siguiente, volvió el ajetreo normal al barco con las idas y
venidas de los porteadores que bajaban la carga del barco amontonándola en
tierra. Uno de ellos era un mozo alto y fuerte, que debía llevar
ya un tiempo en esos trajines a la vista de la destreza con que manejaba los
bultos y que con la tarea casi terminada, y contento porque sólo quedaba un saco en
la cubierta del barco, se dispuso a cargárselo alegremente al hombro como había hecho con
los demás. Pero en ese mismo momento, una mujer muy bien vestida y con un gran sombrero de
alas llegó corriendo gritándole desde el malecón :
“Tenga cuidado mozo, que el saco lleva cosas muy valiosas”.
El joven miró otra vez el petate y esta vez advirtió lo que parecía la hoja de un puñal manchado de sangre que había rasgado la tela y sobresalía del saco. Se sorprendió de verlo, pero ansioso como estaba de terminar cuanto antes el trabajo y poder ir a su casa volvió a intentar levantarlo. Pero viendo que el saco le resultaba muy pesado y apenas podía levantarlo unos milímetros del suelo, le dijo a la dama:
“Tenga cuidado mozo, que el saco lleva cosas muy valiosas”.
El joven miró otra vez el petate y esta vez advirtió lo que parecía la hoja de un puñal manchado de sangre que había rasgado la tela y sobresalía del saco. Se sorprendió de verlo, pero ansioso como estaba de terminar cuanto antes el trabajo y poder ir a su casa volvió a intentar levantarlo. Pero viendo que el saco le resultaba muy pesado y apenas podía levantarlo unos milímetros del suelo, le dijo a la dama:
“Señora este saco pesa mucho y apenas puedo levantarlo, ¿Que lleva dentro?”.
“Mi marido”
– dijo la señora.
“¿Su marido?”
- exclamó el joven con ojos de espanto.
“Si, pero no
se preocupe, está muerto”.
" ¿Muerto? " – contestó
el mozo aún más asustado.
El joven se armó de valor y cogiendo el saco por la punta arrastró los restos del difunto por la
rampa hasta tierra firme. Una vez abajo preguntó a la dama que por qué estaba su marido muerto
dentro del saco, a lo que la señora, estando obligada a dar una explicación por lo insólito del caso, le contó lo que había sucedido:
“Mi marido, que traía desde las Indias
algunas joyas de oro, se tragó algunas de ellas un día antes de llegar para no declararlas en la aduana, por los muchos impuestos que ésta exigía.
Debió de tragarse muchas porque su estómago no aguantó la extraña comida y le
obligó a vomitarla toda, con tan mala fortuna que una de las joyas se le quedó
atascada en la garganta impidiéndole respirar. Un marinero que andaba cerca de
allí, viendo los estertores de muerte del pasajero trató de sacársela metiéndole la mano en la boca pero como vió que con esto no se desatascaba, le hizo un pequeño corte con su puñal debajo de la garganta,
y como no tenía muchas prácticas en estos asuntos médicos, empezó a
salir tanta sangre que el pobre pasajero murió ahogado en sus propios fluidos y
el marinero huyendo del lugar como alma que lleva el diablo”.
“Poco después se descubrió el cadáver y el
capitán mandó meterlo en un saco con todo lo encontrado a su lado, y por esa
razón, joven, mi marido está metido dentro de él”.
El mozo, que estuvo muy atento a la historia, no quedó satisfecho del
todo con la explicación y le preguntó a la dama por el paradero del marinero que
con tanta bondad había tratado de salvar
a su marido, y ésta prosiguió la historia:
“
Viendo el capitán, que había un pasajero muerto con la garganta cortada y un
puñal cerca de él, supuso que había sido obra de un ladrón y mandó averiguar
quien era el dueño del arma. No tardaron mucho en dar con el bondadoso marinero,
quien contó la verdad de lo ocurrido y que había huido del lugar por miedo a
que le acusaran de su muerte".
" No sabiendo que hacer y ante tan
extraño caso el capitán decidió meter el cadáver y todo lo encontrado en una saco a la espera de la llegada de las
autoridades de la Justicia, quienes, como usted sabe, subieron en el día de ayer. Pasaron varias horas interrogando al marinero, pasadas las cuales concluyeron que éste tenía
razón en todo lo dicho puesto que una de las joyas aún permanecía anclada en la
garganta, y que esto debió ser la causa que desencadenó la muerte”. "Al marinero lo soltaron y volvieron a meter a mi marido dentro, junto con todo lo encontrado, para que me lo pudiera llevar a enterrarlo, no sin antes pagar la aduana y los costes de la justicia".
El mozo, una vez oída toda la historia, quedó más tranquilo,
se despidió de la señora y se encaminó a su casa pensando en que desde las
Indias no solo se traían tesoros sino también grandes pecados como era el de la
codicia del pobre marido.
Escrito por Jerónimo Pacheco Galván