lunes, 18 de febrero de 2013

Una anécdota sobre la vida de un anciano

                                            



Hace unos meses me encontraba sentado en la sala de espera  de Neumología en el Hospital del Escorial en un día de Febrero. Había sido el primero en llegar a la consulta y elegí un asiento  cercano a la puerta por donde la enfermera saldría a citar los nombres de los pacientes. Recuerdo que aquella mañana me habían entregado  el coche nuevo, un modelo que desde hacía unos años había querido tener y que no había podido comprárlo antes por su alto coste. Me vine al hospital conduciéndolo por primera vez. 
Ya en la sala, sentado y tranquilo me entretuve pensando en darle mejor estreno al coche, programando un viaje con mi mujer a Salamanca el fin de semana siguiente. Estaba absorto en este asunto cuando el sonido repetido de un bastón repicando en el suelo me interrumpió. Era un anciano que se acercaba lentamente atravesando lo que le quedaba de sala hasta sentarse en el asiento contiguo al mío. Precisamente al lado mio. ¿No podía haber elegido otro asiento?, me dije para mi mismo viendo la sala vacía. Aunque......, bien pensado probablemente el viejo fuera duro de oídos  y se sentó aquí para oír mejor los nombres que la enfermera iba a citar.

Los minutos fueron pasando bajo el silencio normal de una sala de espera de un hospital donde nadie se conoce y no se da pie a entablar una conversación. Solo se oía al viejo murmurar no se qué palabras ininteligibles moviéndose inquietamente. Miraba de un lado y al otro de la sala blandiendo  su bastón al que levantaba levemente del suelo para dejarlo luego caer ruidosamente. Repetía ese movimiento una y otra vez, como queriendo llamar la atención.  
Me estaba empezando a poner nervioso así que abrí el periódico como queriendole hacer ver que no estaba interesado en lo que hacía y de paso darle a entender que necesitaba algo más de silencio
El anciano no se dió por aludido. Siguió con lo que estaba haciendo con más intensidad aún. Pensé entonces si no sería que lo que realmente buscaba era entablar conversación con alguien.

A los pocos minutos mis sospechas resultaron ser ciertas.  

“Usted no sabe lo que es la guerra" - me dijo

Ni siquiera levanté la vista del periódico, no tenía ganas de charlar. Así que, como la sala empezaba a estar llena de gente, no me di por aludido y continué haciendo ver que leía el periódico.

 “¿Cuántos años tiene, joven?” volvió a decir, esta vez girando la cabeza hacia mí. 
El asunto ya estaba claro. Dejé el periódico y le respondí  intentando cortar por lo sano “Oiga, no tengo por costumbre decir mi edad  y menos a alguien que no conozco”. El viejo pareció comprender, bajó la cabeza y no dijo nada más. 

Pero unos minutos más tarde volvió a la carga.

“Yo tenía 10 años cuando la guerra, sabe usted”. “No saben ustedes lo que es la guerra”. “No saben lo que es pasar hambre, ni el miedo”.  

Quedó unos segundos en silencio como tratando de rememorar una vez más aquellos tiempos. Alcé la vista y lo miré. Vi a un viejo, delgado, nudoso,  de rostro triste, probablemente de cerca de 80 años Y en ese mismo momento se me despertó la curiosidad por conocer algo más de la historia de aquel anciano, tan lejos de la vida apaciguada que yo llevaba.

“Tengo el miedo aún metido en el cuerpo, sabe usted“.- me volvió a decir compungidamente.  

“¿Dónde vivían ustedes?”- me adelanté a preguntar.

 “En  Valdemorillo.  Vivíamos en una casa cerca del pueblo. Mi padre era campesino y se decía comunista, pero nunca estuvo afiliado. Era un buen hombre e hizo mucho por la gente, pero al terminar la guerra lo cogieron prisionero y estuvo varios meses en una celda hasta que lo mandaron a picar la piedra en  el Valle de Los Caídos. Casi no lo veíamos y cuando nos dejaban verlo no parecía mi padre.  Estaba  demacrado,  solo tenía huesos. Luego enfermó de los pulmones y se lo llevaron a una casa de socorro cerca de este hospital”. 

“Alli, allí,” señaló con la mano en dirección al mausoleo. “Se lo trajeron una noche a mi madre ya muerto. Lo dejaron frente a la puerta de la casa. Ahora la gente  no sabe bien lo que fue aquello. Ahora se ha olvidado todo pero murió mucha gente allí, picando la piedra”.   

“¿Y que fue de su madre y de ustedes?” – le pregunté- .

“ Mi madre trabajó mucho tiempo como sirvienta en varias casas porque nos quitaron las pocas tierras que teníamos – sabe usted. “Se iba por la mañana temprano y no la veíamos hasta por la noche. Sólo la vi llorar  el día que trajeron a mi padre ya muerto y ya nunca más lo hizo, se le endureció el rostro. No volví a ver la alegría en su cara hasta bien pasados los años, ya mayor, con sus nietos, cuando por fin  vio a todos sus hijos  enderezados. Nunca habló  de política, decía que no llevaba a nada bueno. Quizás no pudo superarlo  o  no quiso y solo tuvo tiempo para sus hijos”.  

La conversación se interrumpió al abrirse la puerta de la consulta y  la enfermera  empezó a citar por orden el nombre de los pacientes.  Cuando llegó mi turno le agradecí sinceramente aquella breve conversación y entré en la consulta. Al salir no vi al viejo. Me hubiese gustado despedirme de él, pero no estaba.

De camino a Villalba pasé cerca del Valle de los Caídos. En esos momentos me vino a la mente sus palabras y pensé en lo mucho que tenemos que agradecer a todas esas personas que acabaron tan mal luchando en la guerra civil para que los demás tuviésemos un mundo mejor.

   

1 comentario:

  1. impresionante relato...me conmovió mucho...saludos..mi estimado Jerónimo...

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